Por Jorge Peré
“Uno debe ser tan humilde como el polvo, para poder descubrir la verdad.”
Mahatma Gandhi
Ante los cuadros del joven Maikel Sotomayor (Manzanillo, 1989) el espectador común queda seducido y el crítico de arte derrotado, subyugado estéticamente. Se trata de un instante de epifanía, de un espontáneo retorno al oficio al margen de cualquier regodeo efectista. Cada pintura suya es una sobria insinuación del idiolecto poético, del panteísmo que profesa como filosofía vital.
Me parece que Maikel ha interpretado, de manera precoz, un destino, una forma muy personal de percibir lo trascedente. Dicho hallazgo tiene que ver, paradójicamente, con una fuerte adopción de lo telúrico en su obra, volcada hacia el paisaje por encima de lo paisajístico. En un lienzo suyo, de exquisita sobriedad formal, puede leerse: “Contemplo más de mil años”. Lo que vemos es una flor de loto, construida desde la mancha, sobre un fondo blanco, y sentimos que nada llega a ser más sutil. Como el maestro que enseña al discípulo el arte de la contemplación, el artista nos sitúa en un careo donde intuitivamente percibimos la realidad más allá de lo aparente, en un sentido de temporalidad cíclica que anula el ego. Otra idea, reveladora en este sentido, se ubica en la expresión: “El paisaje estará aquí mañana”. El cuadro muestra a un monje asiático, que también puede ser una estatua milenaria, levitando en la sobriedad del paisaje. La noción de trascendencia vuelve a reflejarse aquí en la evocación de lo natural, en la ineludible presencia de un paisaje que existe más allá de la conciencia humana.
El artista, movido por la intuición, recrea anécdotas de simple factura visual, pero siempre ancladas a profundos conflictos existenciales. Sus piezas, que van desde lo autorreferencial hasta la asunción simbólica de un pasaje literario, rara vez se desmarcan del asidero filosófico, de la apostilla sutil que denuncia algo más allá de lo representado, de la propia pintura y sus deslizamientos formales. La cuestión que obsesiona al joven pintor, a mi modo de ver, está en la dificultad inherente al lenguaje, en la rudeza que este manifiesta al interactuar con las realidades más primitivas –esas que mayormente seducen su voluntad poética–, menos sopesadas por las palabras y las formas del arte. De ahí que conduzca su pintura hacia una elocuencia intimista que le permite soslayar ciertos vicios comunes, sobre todo en el orden temático, que acechan la pintura cubana emergente.
Por otro lado, me interesa ponderar la relación que sostiene el pintor con la tradición paisajística de las últimas décadas en Cuba, cuya influencia asume desde un desvío que privilegia la intersección con otros referentes estéticos, principalmente orientales. Si en Tomas Sánchez, el paisaje eterniza su condición insular, y en Alejandro Campins, encuentra por fin la capacidad de desvirtuar el referente, de aliviar el trauma y rehuir la presencia de palmas reales, en manos de Maikel Sotomayor parece llegar a un estado de síntesis, de familiar extrañeza, en que confluyen algunos rasgos internos, nacionales, junto a otros que aparecen a descontextualizar la escena.
En piezas como ¿Qué le digo a la luna? (2016) donde la visualidad se reduce al sencillo esbozo de una casa de campaña el único indicio reconocible, anclado al contexto de origen, son las hojas de tabaco que el artista dispone en una zona del cuadro, creando un efecto de textura. Todo lo demás permanece confuso, neutralizado por una grisura que contamina el resto de la superficie. En Salió mal el invierno (2016), obra que considero meridiana dentro de la poética visual del artista, presumimos que el árbol protagonista se trata de una ceiba deshojada. Sin embargo, el cuadro recrea una crudeza invernal, una espesa nevada que contrasta de golpe con nuestro clima tropical, eternamente sumido en el verano. De esta manera, Maikel se dedica a tramar desde su pintura un paisaje distópico, imposible de cotejar en la realidad. Complica los referentes; crea posibilidades irracionales a veces, y oculta sentidos obvios en otras. Evoca la palma real a través del cactus, y se desinhibe del trauma. Asume el paisaje insular desde su trascendencia física y subjetiva, al evadirse de sus sitios comunes, de los clichés que tanto afectan y desvirtúan su percepción.
No puede obviarse, por otro lado, la naturaleza del texto y la trama de sentidos que suscita dentro de la pintura en cuestión. Cada lienzo lleva la marca poética, la frase que tributa a otros niveles de connotación, más allá de lo visual. El texto, mayormente urdido por el pintor como parte sustancial de la pieza, tiende a figurar como un gesto espontáneo, pensado en la siempre compleja medida de su funcionalidad poética, expresiva. Pero las palabras, en su uso poético, suelen ser esquivas, portadoras de mensajes tan ambiguos como la propia visualidad, y el pintor sabe esto. No obstante, en algunos casos, las frases llegan a ser el único asidero, el resquicio por dónde adentrarnos en ese diálogo poético, meditativo y filosófico, que procura el artista de manera constante en sus cuadros. Y no es que Maikel se desviva por oscurecer sentidos en su pintura, tornar sus lienzos como un desafío de remilgo intelectual, que también lo hace. El artista, simplemente, aborda la realidad, el hecho de su representación sensible, desde el sosiego ético, sabiendo que el fracaso ante tal empresa es cosa segura, inminente. De ahí que cada lienzo suyo –sobre todo los de menor formato, esa serie de pinturas que parecen incidentales, meros esbozos de algo superior– constituya un profundo desahogo, una descarga de eticidad, una forma de expiación por sus imperfecciones humanas.
Si algo inspiran los cuadros de Maikel Sotomayor es la contemplación. Pero no en un sentido gozoso, que también se ofrece como posibilidad. Sino en un estado más cercano a la levitación, a ese choque de espíritu con la naturaleza, que es asumida como un espacio de inagotable reivindicación.