Y me curabas los pies…

Por Katherine Bisquet

«Al séptimo día, cuando finalmente hemos dejado atrás las dunas, divisamos entre el mortecino marrón grisáceo del paisaje desierto una franja de gris más oscuro.»

J. M. Coetzee, Esperando a los bárbaros

 

El hombre pregunta hacia dónde queda la montaña. Se dirige en la dirección que apunta el índice del nómada. Desenfunda su katana y se adentra en el monte. Así de esta manera le entra el artista a lo verde, a la violencia del mogote. Su técnica se centra en la brocha gorda, su esencia en un gajo seco; la brocha en lo verde, el gajo en la poesía.

Yo supe de la imposibilidad de hablar aquí de arte, de paisaje o de literatura. Entonces me di la tarea de hablar de poesía que a la vez es arte, literatura y paisaje. Por eso me tomo la libertad de pintar como Maikel y escribir como Coetzee, porque al fin de cuentas solo los tres sabemos de qué estamos hablando.

Alguien contó una vez sobre un hombre que masajea unos pies desechos por la tortura. Yo vi en el cuadro “Y me curabas los pies…” que uno de los dos hombres montados a caballos dirigiéndose hacia la montaña era el mismo hombre que devolvió a los bárbaros los pies torturados que amó. Yo encontré a Coetzee antes que Maikel, aunque Coetzee encontró la montaña en el mismo segundo que Maikel. Ambos emprendieron el viaje, uno hacia las tierras movibles de los bárbaros; el otro, hacia la punta límite de la isla. La sierra y el desierto, como uno solo. El paisaje se dispersa en la yerba y la arena. La arena de la sierra, la yerba del desierto, son dos latas de pintura desplayadas en un lienzo oscuro bajo la noche.

“Caminé treinta y cinco kilómetros desde Mota, pueblo que pertenece a Pilón, a la Plata en Santiago, doce horas de camino en la noche”, me cuenta el granmense en una de sus experiencias de viajes sorprendentes, que cinco segundos más tarde resulta ser la adversidad de haber tomado el ómnibus equivocado. El de Esperando a los bárbaros vagó tres semanas por el desierto: “Camino hasta que no puedo dar un paso más; entonces a duras penas subo a la montura, me arrebujo en el abrigo y hago adelantarse a uno de los hombres para que asuma la tarea de guiarnos por la senda semioculta”. Ambos se ampollaron, nadaron como peces en un puñado de polvo. Ambos son perros callejeros que aúllan a la luna menguante. Ambos son de la tierra que pisan, de la tierra sin nombre, como la baldía. De pieles oscuras orientales.

En las pinturas de Maikel Sotomayor hay una sed de agua sucia, de la que se toma en las palmas de las manos. Así, las pinturas como manos cayosas de desenfundar sables o de montar caballos. Las pinturas, exactamente, como samuráis, guajiros o nómadas. Son cuadros sin rumbos, bárbaros, de cabelleras negras por la cintura, desaliñados. Son cuadros de manos grandes y de pequeñas estaturas, fuertes pero dóciles. Son pinturas para amar, de alguna manera huraña, recostado a un horcón seco.

De igual manera Coetzee enamora con unas manos viejas metidas en una palangana de agua caliente, lavando los pies deformados de la indomable bárbara. El dedo que recorre el tobillo roto, el mismo dedo que recorre el rostro duro, de pómulos pronunciados y boca ancha. Duele y hace frio. Cree que el amor es libre y no pertenece a nadie. Riega el tronco seco, aunque sepa que está seco: “Le cojo el rostro entre las manos y miro fijamente el centro sin vida de sus ojos, desde donde mi imagen gemela me devuelve solemnemente la mirada”; y lo deja a su suerte.

El suelo negro y las sombras grisáceas de Maikel convergen en el rojo cobrizo de los atardeceres de Coetzee. Para qué hablar de colores, si ambos entienden de atmósferas nostálgicas y silenciosas. Aunque vívidos, los acontecimientos en sus narraciones se tornan cadenciosos con un ritmo serpenteante que acecha a cualquier espectador noctámbulo. La sospecha de que alguien observa, está detrás de cada capa de pintura gruesa o de cada muro. Las líneas de textos difusos en las piezas de Maikel son el anclaje a la sugestión poética, así como los sueños fugaces de los personajes de Coetzee. No se trata de ironías y juegos pretenciosos, sino de la más pura humildad en demostrar con una maestría ocultista las carencias y debilidades humanas.

Al final es la fuerza de la resistencia, el elemento que une a estos dos autores, ambos poetas, espetadores de imágenes de nervio y poder. Son de la fuerza del sol que cercena o del árbol viejo que no cobija. De decisiones infranqueables de ida y vuela. Viajeros solitarios de la noche, merodeadores. Los dos, de ternura infinita, como el churre en la comisura de las uñas y el vino que viene de las uvas.

“Décimo día: el aire es más cálido, el viento más suave, el cielo está más despejado. Avanzamos con dificultad por la llanura cuando nuestro guía grita y señala algo con la mano. «¡Las montañas!», pienso, y el corazón empieza a latirme más deprisa. Pero no son las montañas lo que ve. Los puntos a los que señala en la distancia son hombres, hombres a caballo: ¡quiénes sino los bárbaros!”.